martes, 26 de julio de 2011

Capítulo 29

Guille… Guille, Guille, Guille. Resulta que su universidad es la que está más cerca de la mía. Su última clase de los viernes está muy cerca de la salida, por lo que sale uno de los primeros. Entonces se acerca a la mía y me espera fuera. En cambio, mi clase está muy lejos y, como hay mucha gente, tardo bastante en salir. A sí que los viernes volvemos juntos al apartamento.

Nuestra casa es un simple chalet con tres habitaciones, dos cuartos de baño, la cocina, el salón, una sala de estudio y un pequeño jardín. En una habitación dormimos Rebeca y yo. Dos camas individuales y un gran armario que compartir. En la otra habitación duermen Guille y Eitan con las mismas condiciones que nosotras. Y luego, en la habitación más pequeña (pobrecito), duerme Alex. Pero bueno, tan “pobrecito” no, porque fue él quien decidió que quería dormir sólo.  La casa la pagamos con el dinero que sacamos en Selwo Marina. Estuvimos dos o tres veranos trabajando allí, no me acuerdo muy bien del tiempo exacto. El caso es que ganamos bastante dinero y, haciendo algunos que otros trabajos parciales en supermercados o tiendas, estamos llevando la casa hacia delante. Alex es el maestro de la cocina. Es el primero en llegar todos los días, ya que su universidad está más cerca de la casa que las de los demás. Krash y Maya también están en el chalet. Compramos una caseta de madera para los dos que pusimos en el jardín, pero casi siempre están dentro, con nosotros.

También tenemos dos coches. Uno lo compartimos Guille y yo porque nuestras universidades están cerca. Otro, Eitan y Rebeca, que les pasa más o menos lo mismo. Y Alex se va andando a casa, por el mismo motivo.

Bueno, el caso. Un viernes, salí de la uni y no vi a Guille. “A lo mejor se había ido enfermo a casa”. Le llamé.

-¡Hola!

-¡Hombre, Ana! Lo siento, estoy de camino. Hemos ido a audiovisuales a última hora y me he tenido que quedar recogiendo cosas. Estoy allí en cinco minutos.

-Vale, vale, no te preocupes. Aquí te espero. ¡Hasta ahora!

-¡Adiós, guapa!

Me quedé sentada en un banco que había cerca de la verja, esperando a mi compañero. Se me había metido una piedrecita en el zapato, así que estaba entretenida intentando deshacerme de ella, cuando noté una presión en la espalda.

-“No te muevas” – Me susurró una voz, desde detrás. Me incorporé y me senté bien, poniendo la espalda en el respaldo. Así sentía menos presión. –“Saca tu cartera y pásala para atrás."

-“Sí, sí… claro…” – Nos hablábamos con susurros, aunque había poca gente alrededor. Él quedaba tapado por árboles y arbustos. Me puse muy nerviosa, no conseguía sacar la cartera. 
Entonces se me ocurrió una idea. El muy estúpido que estaba detrás de mí, no me estaba agarrando, simplemente apretaba un poco con una navaja mi espalda. Con que salí corriendo hacia delante, todo lo que pude.

Nadie me seguía. Estaba sola. Terminé en un callejón iluminado, con muchas puertas que daban a muchas casas,  y bastante ancho. De pronto, un chico se asomó por un extremo de la calle. Iba vestido normal. Yo no estaba asustada, hasta que se metió las manos en los bolsillos, puso su mirada fija en mí, y  comenzó a caminar, decidido, hasta el lugar donde me encontraba. Me giré y empecé a caminar yo también, a paso ligero. Pero otro chico apareció en ese extremo de la calle. Iba exactamente igual vestido. E hizo lo mismo. Lo único que se me ocurrió fue llamar al primer telefonillo que tenía a mano. Llamé y llamé, pero nadie me contestaba. Tenía el corazón a cien.

-Una chica lista. – Dijo uno. No me di cuenta de que había avanzado, lo suficiente como para colocarse a pocos metros de mí.

-Bah, no tanto. – Dijo el otro, a la misma distancia. Estaba rodeada.

Les ignoré. Me di la vuelta y caminé hacia delante. Hacia el otro lado de la calle. Para llamar a otro telefonillo. Ellos se quedaron tan panchos. Nadie contestaba.

-A ver cuando asumes que no puedes hacer nada, bonita.

Me di la vuelta, de nuevo, y me puse frente a ellos, guardando una distancia.

-Decidme. ¿Qué queréis? – Se miraron, riéndose. No sé porqué, pero me había armado de valor. Al poco, me arrepentí. Sacaron dos navajas, uno cada uno. El más alto se me acercó y me la puso en la cintura.

-Tu cartera. Tus llaves, collares, anillos, pulseras, relojes… todo lo que tengas.  – Me quité la mochila y saqué un pequeño monedero. Se lo di.

-¿Esta mierda me vas a dar?

-No… no tengo nada más.

-Sí, por mis cojones. – Me quitó la mochila y se la dio al otro. Éste la abrió y la vació en el suelo. Cogió mi cartera, mis llaves y unos pendientes que me regaló mi madre, que no eran muy valiosos, pero si tenían un gran valor sentimental. Me empujó contra una pared, con la navaja en el cuello. – Ya nos veremos otro día, muñeca. Podemos montar una mini-fiesta los tres en tu casa un día de estos. ¿No crees, Piki? – El otro chico contestó. El de la navaja se me acercó a la cara y me susurró muy cerca de mis labios: - Y ya de paso nos divertimos un ratito, zorra.

Salieron corriendo. Con mi cartera, mis llaves y mis pendientes. Me toqué el cuello. Tenía una herida que me recorría la mitad de la garganta. No sangraba lo suficiente para que se me manchara la ropa, menos mal. Me dispuse a recoger mis cosas. Guille apareció al fondo de la calle, y, al verlo todo tirado por el suelo, se acercó corriendo.

-¡¡Dios, Ana!! ¡¿Qué ha pasado?!

-Unos gilipollas se han llevado mi cartera, mis llaves y unos pendientes de mi madre- dije apunto de llorar. El miedo aun estaba en mi cuerpo.

-¿No creo? – Puso cara de que el mundo se le venía encima. – Pero, ¿estás bien?  - Me quitó el pelo de la cara, y, tirando suavemente de mi barbilla, me hizo mirarle a los ojos. Abrió los suyos de par en par, con una cara de asombro, mirando la herida de mi cuello. – Joder… 

Después de un largo abrazo, se lo conté todo.

-Lo siento, Ana. Mierda, mierda, mierda… ¡¡Tuve que tardar!!

-Tranquilo… No pasa nada.

-¿Cómo que no pasa nada? Tenían tus llaves y tu cartera. Pueden entrar en casa fácilmente. 
¿Te amenazaron?

-Bueno… me dijeron que a ver si venían a casa a montar una fiesta y pasárselo bien… conmigo.

Se levantó y se puso la mano en la frente. Dando vueltas por la calle. Se paró a pensar durante un momento, y luego me hizo un interrogatorio.

-¿Cómo eran?

-Pues, uno era alto y otro algo más bajito. Llevaban la misma ropa: una sudadera de color azul marino, unos baqueros, y unos deportes negros.

-¿Cómo se llamaban?

-El alto no lo sé. Creo que el otro se llamaba “Piki”.

-Dios… Lo que faltaba ahora. – Se sentó a mi lado, de nuevo, tapándose la cara. Estaba sudando.

-¿Qué pasa? ¿Les conoces?

-Sí…

-¿De qué?

Tardó bastante en contestar.

-Íbamos juntos… al instituto. - Le miré a la cara. Estaba mintiendo.

-Guille, dime la verdad.

-¡¡Esa es la verdad!! – Se puso algo agreviso. Se levantó, muy enfadado, gritando. Cogió mi mochila, tiró de mí y soltó un seco “vámonos”.

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